EL “BIEN COMÚN”
Fundamento primario de la enseñanza social de la Iglesia, es el mandamiento del amor: Ama a Dios sobre todas las cosas y ama a tu prójimo como a ti mismo. Éste es el fundamento de toda la moral cristiana y, por lo mismo, de la doctrina social de la Iglesia que es parte de esta moral, y con la cual la Iglesia responde a la pregunta: ¿Cómo debo amar a Dios y a mi prójimo dentro de mi contexto político, económico y social? Porque nuestro amor a Dios y al prójimo debe impregnar la vida entera y conformar nuestras acciones y nuestro ambiente según el Evangelio; porque la economía y la política no son algo separado de la moral, y sí son, en cambio, los espacios en donde el cristiano debe hacer que su fe influya en los asuntos temporales.
El mandamiento del amor es, pues, el fundamento general de la doctrina social de la Iglesia. Pero esta tiene también fundamentos específicos que pueden ser resumidos en cuatro principios básicos. A saber: 1) la dignidad de la persona humana; 2) el bien común; 3) la subsidiariedad; y 4) la solidaridad.
1. La dignidad de la persona humana, es el principio que da fundamento para los derechos humanos. Para pensar correctamente sobre la sociedad, la política, la economía y la cultura, es ante todo necesario entender qué es el ser humano y cuál es su verdadero bien. Porque cada persona ha sido creada a imagen y semejanza de Dios, tiene una dignidad inalienable, y por ello, debe ser tratada siempre como un fin y no sólo como un medio.
La centralidad de este principio, confirmado también por Benedicto XVI, lo subrayó fuertemente el Papa Juan Pablo II en su encíclica Centessimus Annus, diciendo que “hay que tener presente desde ahora que lo que constituye la trama... de toda la doctrina social de la Iglesia, es la correcta concepción de la persona humana y de su valor único, porque el hombre... en la tierra es la sola criatura que Dios ha querido por sí misma. En él ha impreso su imagen y semejanza (Cf. Gn 1, 26), confiriéndole una dignidad incomparable” (No. 11).
De ahí que la Iglesia, antes de pensar en términos de naciones, partidos políticos, tribus o grupos étnicos, lo haga más bien en la persona individual, defienda, al igual que Cristo, la dignidad de cada individuo, y comprenda la importancia del estado y de la sociedad en términos de servicio a las personas y a las familias, y no al revés.
2. El segundo principio clásico de la doctrina social de la Iglesia es el principio del bien común, al que las ideologías dan su propia interpretación.
- En los sistemas políticos colectivistas, el bien común es considerado como la suma de los valores sociales para el servicio de la comunidad, quedando supeditado el individuo al fin de la sociedad, e identificando el bien común con el bien social. Concepción injusta, dado que tal igualitarismo es contrario a la justicia que demanda que se dé a cada uno lo que le pertenece.
- La ideología liberal, por su parte, subraya bien la prioridad del individuo sobre la sociedad y el Estado, pero descuida la atención a las condiciones sociales, negando, en la práctica, que el bien común tiene carácter supra individual, pues es un bien social en sí mismo.
Pero, para la Iglesia, ¿qué es el bien común? Lo ha dicho a través del Concilio Vaticano II, afirmando que es “el conjunto de aquellas condiciones de vida social que facilitan tanto a las personas como a los mismos grupos sociales el que consigan más plena y más fácilmente la propia perfección” (Gaudium et spes, 26; cfr. 74). Gracias a los debates conciliares, a las realidades que tuvieron que enfrentarse a lo largo del siglo XX, y a la revaloración de la subjetividad, de la conciencia, de la libertad y de los derechos humanos, fue posible explicitar que el bien de la comunidad tiene que ser orientado por una antropología normativa basada en la persona como portadora de un valor absoluto del que derivan obligaciones morales y jurídicas, también absolutas.
En efecto, el hombre, creado a imagen de Dios que es comunión trinitaria de personas, alcanza su perfección no en el aislamiento de los demás, sino dentro de comunidades y a través del don de sí mismo que hace posible la comunión. El bien común no es exclusivamente mío o tuyo, y no es la suma de los bienes de los individuos, sino que más bien crea un nuevo sujeto nosotros en el que cada uno descubre su propio bien en comunión con los demás. Por ello, el bien común no pertenece a una entidad abstracta, como es el estado, sino a las personas como individuos llamados a la comunión.
El autor contemporáneo que más ha contribuido al enriquecimiento de la noción de bien común desde un punto de vista explícitamente personalista, es Karol Wojtyla, Juan Pablo II.
Como Catedrático de Filosofía en la Universidad Católica de Lublín construyó una hermenéutica de la persona que culminó con una nueva teoría de la intersubjetividad y del bien común. Esta compleja teoría reivindica que la persona es naturalmente social por una plenitud ontológica que de suyo es difusiva y que hermana a todos los seres humanos de origen. El bien común será entonces aquel bien que realice precisamente la dimensión personalista de la acción entre las personas.
Ya Papa, Juan Pablo II escribirá la Encíclica Sollicitudo rei socialis en la que completará esta intuición mediante la articulación de la noción de solidaridad y de bien común.
La solidaridad -escribe-, es el bien común en acción: “El hecho de que los hombres y mujeres, en muchas partes del mundo, sientan como propias las injusticias y las violaciones de los derechos humanos cometidas en países lejanos, que posiblemente nunca visitarán, es un signo más de que esta realidad es transformada en conciencia, que adquiere así una connotación moral. Ante todo se trata de la interdependencia, percibida como sistema determinante de relaciones en el mundo actual, en sus aspectos económico, cultural, político y religioso, y asumida como categoría moral. Cuando la interdependencia es reconocida así, su correspondiente respuesta, como actitud moral y social, y como «virtud», es la solidaridad. Esta no es, pues, un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Al contrario, es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos” (No. 38).
Desde este punto de vista, el fin del Estado es hacer posible la solidaridad, es decir, hacer que las personas puedan encontrarse con otras personas y relacionarse de modo responsable para construir entre todos una vida personal y social más humana. El bien común temporal, es el fin específico del Estado, y consiste en una paz y seguridad de las cuales las familias y cada uno de los individuos pueden disfrutar en el ejercicio de sus derechos y, al mismo tiempo, de la mayor abundancia de bienes espirituales y materiales en esta vida, mediante la colaboración concorde y activa de todos los ciudadanos.
Principios éticos que regulan el Bien Común
1) No puede haber contraposición entre el bien particular y el bien común. Este es un principio básico de la antropología que explica el ser del hombre en la singularidad del individuo y en la dimensión social de la persona. El conflicto se presenta en la vida práctica cuando se trata de armonizar la esfera privada y la esfera pública o en los casos
en los que entran en colisión los derechos personales con las exigencias de la sociedad. La solución de tales conflictos no viene por la simplificación de anular una dimensión del hombre, sino por el esfuerzo de salvar las dos, pues, como decía Juan Pablo
II: "La persona se ordena al bien común porque la sociedad a su vez está ordenada a la persona y a su bien, estando ambas subordinadas al bien supremo, que es Dios".
2) Los ciudadanos situados en el mismo plano, no pueden ser privilegiados frente a otros, ante el bien común y en la misma escala de valores. Este principio condena el tráfico de influencias y la corrupción, y mantiene la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley.
Dice el Concilio Vaticano II: "Los partidos políticos deben promover todo lo que crean que es necesario para el bien común; pero nunca es lícito anteponer el propio interés al bien común".
3) No hay que confundir el bien común con un bien colectivo, pues el bien común mira por igual, sea al individuo que a la colectividad, aún cuando, en ocasiones, el bien común exija que el bien
particular ceda ante las exigencias de la colectividad.
4) El bien común debe redundar en beneficio del conjunto de los ciudadanos, pero no del mismo modo ni en el mismo grado. Han de ser beneficiados los más débiles y los más necesitados. Cierto igualitarismo social puede comportar una injusticia social generalizada.
5) El bien común no se concreta solo en los bienes económicos, sino en la riqueza de la persona, las necesidades de la familia y en el bien de las sociedades intermedias.
6) El bien común permite el mal menor, es decir, permite que algunos de los bienes anteriores puedan ser postergados en favor de un bien mayor. Pero esto tiene un límite señalado por los derechos exigidos por la ley natural. Nunca puede pasarse la frontera que fija la ley natural. Si el bien común está íntimamente ligado a la naturaleza humana es lógico que en su obtención se sigan los dictámenes de la
ley que rige esa naturaleza. Por lo mismo, el gobernante no puede legislar permitiendo que se quebrante la ley natural.
J. Maritain dice: "El bien común... no se mantiene en su verdadera naturaleza si no respeta aquello que es superior a él, si no está subordinado... al orden de los bienes eternos y a
los valores supra temporales de los que depende la vida humana... Me refiero a la ley natural y a las reglas de la justicia
y a las exigencias del amor fraterno... a la vida del espíritu...
a la dignidad inmaterial de la verdad... y de la belleza".
7) Salvados los principios de la ley natural, al gobernante le queda un margen para buscar el bien común, sin legislar
lo mejor, sino lo posible, como reconoce Pío XII: "Un político cristiano no puede -hoy menos que nunca -aumentar las tensiones sociales internas, dramatizándolas, descuidando lo positivo y dejando perderse la recta visión de
lo racionalmente posible".
El bien común en sentido cristiano integra, además, el bien común internacional, mismo que es precisamente perseguido por la solidaridad, "nueva virtud cristiana", según Juan Pablo II.
3. El tercer principio clásico de la doctrina social es el principio de subsidiariedad, formulado por primera vez por el Papa Pío XI en su encíclica Quadragesimo Anno. Este principio enseña que las decisiones de la sociedad deben quedarse e al nivel más cercano a los afectados por la decisión. Este principio nos invita a buscar soluciones para los problemas sociales en el sector privado antes que pedir al estado que interfiera. Incluso antes de la encíclica de Pío XI, el Papa León XIII mismo insistía «sobre los necesarios límites de la intervención del Estado y sobre su carácter instrumental, ya que el individuo, la familia y la sociedad son anteriores a él y el Estado mismo existe para tutelar los derechos de aquél y de éstas, y no para sofocarlos» (Centessimus Annus, 11).
4. El cuarto principio que fundamenta la doctrina social de la Iglesia –al cual hemos hecho ya referencia-, sólo recientemente fue formulado por Juan Pablo II en su encíclica Sollicitudo Rei Socialis, y es el llamado principio de solidaridad. Al hacer frente a la globalización, a la creciente interdependencia de las personas y los pueblos, es indispensable tener en mente que la familia humana es una. La solidaridad nos invita a incrementar nuestra sensibilidad hacia los demás, especialmente hacia quienes sufren.
Al hablar del bien común no podemos olvidar, más aún, hay que relevar con satisfacción cómo el Santo Padre Benedicto XVI ha también colocado la Doctrina Social de la Iglesia en el centro de su encíclica Deus caritas est, como instrumento con el que la caridad purifica a la justicia y la fe purifica a la razón.
No cabe duda de que no será posible contribuir al bien común, a través de una nueva cultura de la verdad, sin una utilización seria y sistemática de la doctrina social de la Iglesia como motor de una interdisciplinariedad ordenada que, lamentablemente, a falta de un diálogo fecundo, como también a un plano formativo auténtico que tenga en el centro la doctrina social vista dentro de toda la vida de la Iglesia, hoy se ve aún lejana.
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